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El Salvador, violencia sin fin: de la tregua con las maras a la mano dura

Don Pedro Antonio Leiva se toma un respiro en la sala de espera del elegante edificio de oficinas hasta el que ha venido con su esposa, María Yolanda, en busca de un abogado que les ayude a tramitar una petición de asilo ante el gobierno de los Estados Unidos. Corren los primeros días de marzo de 2016.

Don Pedro se toma un respiro y cuenta que antes de llegar a Estados Unidos, poco antes, había caminado varios cerros cercanos a su pueblo de origen, en El Salvador, en busca de los restos de su hijo desaparecido por el ejército de aquel país. «La última vez llegué hasta una piedrona, lejos, ahí me habían dicho que estaba.

Ya cuando iba subiendo vi el cuerpo de un muchacho que lo habían enterrado y le habían dejado el pecho y la cabeza afuera. Yo iba con unos fiscales y de lejos no alcanzaba a ver, pero sí sabía que no era él. ¿Voy a ver? ¿Le levanto la cabeza? Me dijeron que no, que me iba a meter en problemas. Pero no era él», cuenta.

ARMENIA ES, COMO MUCHAS CIUDADES DE EL SALVADOR, UN LUGAR DOMINADO POR LAS DOS PANDILLAS CRIMINALES MÁS GRANDES DEL PAÍS, LA BARRIO 18 Y LA MS13

El camino que trajo a don Pedro hasta este edificio en Silver Spring, Maryland, un suburbio de Washington, diez kilómetros al norte de la Casa Blanca, empezó en febrero de 2014 en Armenia, una ciudad del occidente salvadoreño ubicada a unos 40 kilómetros de la capital, en el departamento de Sonsonate. Armenia es, como muchas ciudades de El Salvador, un lugar dominado por las dos pandillas criminales más grandes del país, la Barrio 18 y la MS13.

El barrio en que don Pedro vivía con su esposa y uno de sus hijos, Óscar, es territorio de la Barrio 18 Sureños (uno de los dos grupos en que esa pandilla se ha dividido tras sangrientas purgas internas). El 18 de febrero de 2014, una columna de soldados del batallón Hermes, desplegado por la Fuerza Armada de El Salvador para apoyar a la Policía Nacional Civil en labores de seguridad pública y destacado en Armenia, retuvo a Óscar y otros cuatro hombres.

Desde el comienzo de la nueva política de mano dura, aumentaron las denuncias contra la policía salvadoreña por abusos y hasta ejecuciones extrajudiciales.

Lo que pasó después no está del todo claro. En un proceso judicial abierto contra el sargento Santos Coreto y seis de sus subalternos quedó constancia, a mediados de 2015, que los militares habían soltado a dos de los hombres y que llevaron a los otros tres por caminos semi-rurales que conducían a San Damián, otro barrio de Armenia, este dominado por la MS-13.

Las pandillas salvadoreñas surgieron a mediados de los años 80 en Los Ángeles y otras ciudades del oeste estadounidense. Fueron fundadas por migrantes centroamericanos, salvadoreños la mayoría, que huían de las guerras civiles que asolaban a sus países y se instalaron en barrios angelinos plagados de pobreza, crimen y tráfico de drogas.

Algunos de esos migrantes se agruparon en la Mara Salvatrucha 13 («mara» es una palabra de uso salvadoreño que significa grupo). Otros se integraron a la Barrio 18, una pandilla de origen chicano que ya existía en Los Ángeles.

A principios de 2000, empujados por las políticas de deportaciones masivas instauradas por el gobierno de George W. Bush en Washington, miles de pandilleros con antecedentes regresaron a las calles de Centroamérica a expandir sus respectivos grupos.

LA CULTURA PANDILLERA ESTÁ CIMENTADA EN LA VIOLENCIA. LA FUNDACIONAL ES CONTRA EL GRUPO CONTRARIO, LA QUE NACE DEL ODIO ENTRE LAS LETRAS (MS13) Y LOS NÚMEROS (LOS 18)

La cultura pandillera está cimentada en la violencia. La más antigua, la fundacional, es la violencia contra el grupo contrario, la que nace del odio entre las letras (MS13) y los números (los 18). Hoy, en El Salvador, vivir en un barrio dominado por unos –aún sin ser miembro de la pandilla- y transitar por territorios de otros es suficiente razón para ser asesinado. Por eso cuando los soldados del sargento Coreto y sus hombres llevaron a Óscar Leiva y sus amigos a la San Damián estaban condenándolos a muerte.

El capítulo más reciente de la violencia

Doña María Yolanda, la madre de Óscar, no cree, sin embargo, que a su hijo lo hayan matado o desaparecido las pandillas. «A mi hijo me lo mató el Ejército de El Salvador», dijo la mujer a un grupo de estudiantes y maestros de American University, en Washington, DC, reunidos el 17 de marzo pasado en la universidad para escuchar su testimonio.

La historia de Óscar y sus padres habla del último episodio de la violencia que desangra a El Salvador y que lo convirtió, el año pasado, en el país sin situación de guerra tradicional más violento del mundo con una tasa de 107 homicidios por cada 100,000 habitantes.

No hay, en El Salvador, acuerdo sobre cuántas de esas muertes fueron causadas por las pandillas, cuántas por la fuerza pública y cuántas por el crimen organizado; sin embargo, cifras recientes de la Policía Nacional Civil, obtenidas por organizaciones no gubernamentales a través de la ley de acceso a la información, indican que los homicidios atribuidos a pandilleros representan solo entre el 30 el 40% del total.

ENTRE LOS PAISES QUE NO ESTÁN EN GUERRA, EL SALVADOR ES EL MÁS VIOLENTO DEL MUNDO, CON UNA TASA DE 107 HOMICIDIOS CADA 100 MIL HABITANTES

Las cifras y casos como el de Óscar, que empiezan a ser más comunes –el mes pasado el Procurador para la Defensa de los Derechos Humanos reveló que investiga al menos 13 casos de abusos atribuidos a la fuerza pública–, hablan de excesos del Ejército y la Policía cometidos, casi siempre, contra hombres jóvenes que viven en áreas dominadas por pandillas.

Más aún: algunas de las denuncias tienen que ver con ejecuciones extrajudiciales de pandilleros o jóvenes que, sin ser miembros de maras, también fueron asesinados. Así lo denunciaron, por ejemplo, dos periódicos salvadoreños en sendos reportajes. Y así lo reconocen ya abogados e incluso gobiernos extranjeros.

Marina Ortiz, abogada salvadoreña que investiga este tipo de casos y ha representado a víctimas como los padres de Óscar, asegura que la organización para la que ella trabaja, la Asociación Salvadoreña para los Derechos Humanos (ASDEH), ha recibido al menos 50 reportes de desapariciones y cuatro de torturas solo en el último año.

El mismo Departamento de Estados de los Estados Unidos, en su reporte sobre la situación de los derechos humanos en 2015, reconoce las denuncias de ejecuciones extrajudiciales y otros abusos en El Salvador.

«Es motivo de preocupación que se estén presentando desde el año pasado hasta lo que va de 2016 casos de supuestos enfrentamientos armados entre autoridades de seguridad con grupos delictivos en los que pudieron haberse producido ejecuciones extralegales», dijo David Morales, procurador de Derechos Humanos, a finales de abril pasado.

El incremento en las denuncias se ha dado tras la decisión del gobierno del presidente Salvador Sánchez Cerén, un ex comandante guerrillero que fue elegido como jefe del Ejecutivo en marzo de 2014, de perseguir y combatir a las pandillas sobre todo a través de la fuerza pública, con el despliegue de más unidades militares como el batallón Hermes y la creación de otros tres batallones similares.

El primero de abril pasado, además, la Asamblea Legislativa aprobó un paquete de medidas anticrimen que incluye restricciones a visitas en las cárceles del país, desde donde los líderes de las pandillas han operado sus redes de extorsión durante dos décadas gracias, en gran medida, a la corrupción en el sistema penitenciario.

Pero, además del aumento en las denuncias de abusos, las medidas del gobierno de Sánchez Cerén trajeron ya una reducción de homicidios entre marzo y abril de 2016 de un 47% según cifras de la Policía. Los liderazgos de las pandillas, no obstante, aseguran que la disminución se debe a una medida unilateral pactada entre ellos de pedir a sus filas reducir los homicidios.

Y, con la reducción, llegó también un leve repunte en la maltrecha popularidad del presidente Sánchez Cerén, que pasó de 36% en febrero a 48% en mayo, según una encuesta publicada por La Prensa Gráfica.

La tregua fallida

Las políticas de la administración Sánchez Cerén surgen, además, de su repudio a la tregua entre pandillas planeada, gestada y ejecutada por su antecesor, Mauricio Funes, quien también llegó al poder de la mano del FMLN, el partido de la ex guerrilla salvadoreña.

En 2012, Funes autorizó un pacto entre el Estado y las dos principales pandillas. De ese pacto surgió una tregua que, entre 2012 y 2013, redujo los homicidios casi a la mitad; el trato consistió, en principio, en que el gobierno de Funes relajó las restricciones carcelarias a los líderes de ambas pandillas para que estos comunicaran a sus filas en las calles la orden de reducir los asesinatos. El pacto dejó de lado las extorsiones, que representan el principal flujo de caja de ambas maras.

En las postrimerías de aquella tregua, que empezó a desdibujarse cuando Funes nombró a un nuevo ministro de Seguridad, los dos partidos políticos mayoritarios de El Salvador, tanto el gobernante FMLN como el principal de oposición, el derechista ARENA, buscaron pactos propios con líderes pandilleros para garantizar votos de los mareros y sus familiares.

El principal arquitecto de aquel pacto fue el general David Munguía Payés, entonces ministro de Justicia y Seguridad Pública. Hoy, el general es el ministro de Defensa de Sánchez Cerén, el jefe del ejército que empieza, también, a recibir acusaciones de abusos en el marco de la guerra interna desatada por el rompimiento de la tregua y las nuevas estrategias de seguridad pública.

A inicios de mayo, el recién nombrado fiscal general, Douglas Meléndez, emprendió un proceso penal contra policías, funcionarios y ex funcionarios de prisiones y civiles que participaron en la tregua con el apoyo logístico del gobierno, sobre todo a través de Munguía, pero dejó del lado al general, quien en privado y en público ha admitido su participación en el pacto.

Lo que queda ahora es un país que, a pesar de la leve baja reportada entre marzo y abril de 2016, empieza a testiguar abusos de autoridad que se creían desterrados por el Acuerdo de Paz de 1992 que puso fin a la guerra civil y en el que barrios enteros de ciudades como Armenia, de San Salvador –la capital– y de las principales urbes del país están dominadas por las letras o los números. Hoy, además de la violencia pandillera, El Salvador lidia con la violencia del Estado, que vuelve a producir historias como las de Óscar Leiva y su padre, don Pedro Antonio, quien recorrió cerros buscando cadáveres que no eran el de su hijo desaparecido.

Tomado de Infobae.com

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